sala de espera
Mira estos descensos que he preparado, he conseguido flores y estaño tipo plata para disimular. He traído una reja para sostener los apegos y ponerlos en un orden que parezca casual. Pensé también en un mantel y en conquistarte con la hombría que despiertan esas cosas, lo machista de la ternura de los hombres haciendo –torpemente- cosas de mujeres. Hice ensaladas y carne, una latiente que se vuelve parto tras las mordidas, como tus hombros, cuando eran visitados con el vaivén de nuestros movimientos. Hay tenedores y cucharas, cosa de refugiarnos en la boca cuando no haya más que decir. También hay una cueva en la sopa de entrada, donde uno puede quedarse en caso de no querer más. Hay sobre la mesa copas para el vino y servilletas para el dolor, en lo posible, para hacer un cortinaje oropel, y quedarnos detrás mirándonos desde la ausencia. Y no vernos. Después están las sillas, las mismas seis que salieron de la rifa. Las puse como luz, esperando que llevasen el trajín como un viejo recuerdo, para que ayudasen a recordar los días cuando obtuvimos esa victoria. Además, y no creas que es mera poesía, aserré la mesa dejando un círculo al centro. Ahí deposité aire, para que algo nuevo flotara sobre las caídas, esperando que en el vacío se empuñase una esperanza extranjera, y llevara un nuevo suceder a nuestra inasistencia. Ya vez, faltan las velas, el candelabro y darle un toque accidental. Poner unas llaves frente a la porcelana. Dejar que como accidente te vuelvas un quizás, y finalmente, acudas. Yo, vivo en la villa del mantel, bajo la frutera. Desde ahí he estado observando los años pasar, intentando darle un corte seco a la cordillera y viendo la manera de solucionar eso de que la fe, mueve montañas.