lunes, julio 31, 2006

Zamba para no morir

La Manola Sanfuentes nunca pudo escribir un cuento.

Apartaba horas de los días para poder sentarse a imaginar qué historia sería la próxima que no llegaría a ser.

Había geniales personajes que la Manola comentaba con sus amigos, les relataba las formas de estar en vida a través de la lógica que ponía a sus recién creados.

Cuando estaba en la calle, le gustaba esconderse en lugares a mirar como la gente pasaba, con ansias de encontrar secretas matemáticas en las relaciones humanas.

Todo el mundo dijo que la Manola estaba loca cuando un día terminó por quedarse en una escalera observando.

Manola Sanfuentes era noticia, pasaban titulares de diarios que daban cuenta de la inusual escritora que pasaba sentada ahí toda la semana.

Vivió una semana después de decidirlo, la falta de agua la deshidrató a tal punto que los últimos días ni siquiera pudo cambiar de posición.

Yacía segunda escalinata las manos entre las rodillas, cabeza erguida mirando perdidamente el transeúnte pasar, el pelo tomado en un moño, los pies perfectamente bien apoyados.
Y sonreía feliz.

Y a pesar de las preguntas que esa semana se dejaron caer -y sin dar respuesta acerca de la relación humana con el mundo- ella tenía una justa medida que le había hecho desaparecer el ansia de moverse hacia algo.

El tiempo para ella había desaparecido.

El periodista que pasó la mayoría del tiempo con ella intentando descubrirla en su segura locura, la auscultó con regias preguntas del ideario razonable de la sociedad.

¿Por qué hace esto?
¿Pertenece a grupos reivindicativos?
¿Es por los detenidos desaparecidos?
¿Sigue usted una corriente espiritual?
¿Qué opina su familia de que esté aquí?
¿Cree en Dios?

Pero la Manola sabía algo que nunca le preguntaron,
Supo que ya no tenía ansiedad de ir a ningún lugar, ni siquiera la más mínima pretensión de ser alguien determinado por lo que fuera a pasar o por algún sorpresivo cambio azaroso, ni siquiera creía en producir algo que sirviera para algo más.

Toda secuencia ya le parecía sin sentido.

Ni siquiera escribir un cuento le producía ansiedad.
Sin la necesidad de correr hacia algo, había terminado con la culpa que lleva a la humanidad a la idea de mejorar. Era ella
Toda ella.
Perfectamente ella.
Cuanto salía en la televisión era para la semana de su muerte que quería cambiar al mundo.

Ella sentía (y no sabía) que tenía una razón, y esta aparente contradicción tampoco le hacía atorarse en un pero, era quizás que todo sucedía tal como ella no esperaba nada.

Como si todo tuviese una justa razón para estar pasando, sin que a ella eso le produjese algún problema.

Ella había alcanzado un sitial donde todo provenía del hecho de la vida, y al detenerse en unos pocos escalones de cualquier lugar, detuvo al mundo.
¿Quién más que ella estaba viviendo?
¿Quién más que ella comprendía que todo lo restante a su vida ocurre en un vértigo divino?
¿Quién más que ella se había desapegado del producir un algo para alguien? lo que fuese, ella vivía, toda su vida para sí

Ella sentía que la vida es más allá de lo que se haga por vivir.
Y por ende, existía en la vida en si.

Ese conocimiento socavaba la base del mundo que detuvo.
Para el 14 de diciembre de 1981, Manola declaraba mientras moría: “Tuve alguna vez una pretensión de llegar a alguna parte para cumplir con algo determinado. Creyendo que era parte de un algo mayor, viví años de agonía esperando llegar a esa situación, como si en la vida hubiera algo culminante...
Y hoy doy cuenta que la vida no tiene porque tener alguna culminación. No es un cuento que comience de una determinada forma y vaya de alguna manera a terminar… simplemente puede acabar…” y en un segundo tosido de aire enrarecido soltó la vida que hace recién una semana sabía.

Los periodistas atónitos miraban el último respiro de una mujer.
Viva y muerta
No cabían en su asombro
Acerca de quién creía que vivir se hace simplemente viviendo, y que el resto de las situaciones eran parte de una larga ocurrencia que habíamos dedicado siglos en inventar y corregir.
Era formular un sistema donde suceder fuera haciendo, y eso valiera la pena.

Hacer valer la pena de vivir algo referente a la vida. Un ademán alrededor. Un algo que no pudiera ser totalmente ella.

Ella había abrazado el mero desapego, no desestimando el gracioso don que puede ser la vida, sino viviéndola más allá de la barrera normal que depara el tiempo, como un supuesto.

Al otro día Santiago se detuvo, con una nueva razón que sentía, sin ninguna aparente contradicción, declaró tras una semana de vivir: “Alguien supuso que la vida era más larga de lo que realmente puede ser. Podemos (y estamos) siempre al borde de morir, ¿cual es el asunto de cuidar y jurar sobre un tesoro que escondemos para disfrutar de él?
Algunos juramos que la indefinida vida es un designio divino de cuanto debemos alcanzar a vivir”

Santiago se posó en el techo de la tienda de camisetas, allá en la Alameda, al frente de una Universidad.

Desde ahí que hubo periodistas con las mismas preguntas:

¿Es parte de una secta suicida?
¿Cuál es su relación con Manola Sanfuentes?
¿Qué opina su familia?
¿Cree en…?

Todos atochados, apretados los micrófonos, las grabadoras esperaban algunas palabras de algo que dieran razón a la conducta.

Los periodistas cautos de la pena de muerte y sostenes de la convivencia, daban gran fuerza a las dos personas secta.

Que importaba si en medio de la muerte había un manifiesto de vida.

Que importaba, si evidente como una piedra, la muerte venía a saberse descubierta

Por eso gritó valentía Américo, que antiguo pasaba en Matucana los días antes de morir.

En silencio se dijo:
“Ahora que ya no me muevo y a pesar de eso sigue pasando el tiempo, descubro que los años me han abandonado. Veo en mis años pasados lo inmanente del recuerdo, que vive en mi como hoy, y que conmigo terminan... ¡¡que más hoy que mi añorados recuerdos!!, desde hoy me viviré el pasado, pues es lo más actual de mi vida ”.

Y nadie tituló como Neruda
“Sucede que voy a vivirme”

Los periodistas atónitos por la muerte –y no por la vida-. no escuchaban.

Aunque cada vida sea diferente.
Todos viven igual.
Finalmente, todos cantaron cuando dejaron de aparecer.

El tiempo se volvió antiguo en Américo y aprendió de nuevo a caminar. Fue a las boites, a telegrafiar al correo central, conoció a una bellísima mujer en la quinta normal (la que con voz pícara invitó a bailar a las fondas) y ya cuando estaba seguro que podría titularse, fue de intelectual al museo de bellas artes.

Vio que en una rueda de prensa los muchachos del bar conversaban con una jovencita atractiva, con un moño en el pelo.

Y se vio contento en el Chile sepia, cuando al girar vio que había un muchacho en la Alameda, donde estaba la EAO que tanto recordaba su padre.

Vio que ya no había espacio, que miraba el tiempo como una línea libre de sentido, y que la distancia de cualquier línea no era progresiva en tanto esa línea fuera mirada desde el punto de vista tomado.

Y el ya estaba atrás del hoy

Con esa línea que miraba toda la geometría consideró necesario acomodarse,
y sentarse a mirar.


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